Los novios.

6 ene 2011


Tendidos en la yerba
una muchacha y un muchacho.
Comen naranjas, cambian besos
como las olas cambian sus espumas.

Tendidos en la playa
una muchacha y un muchacho.
Comen limones, cambian besos
como las nubes cambian espumas.

Tendidos bajo tierra
una muchacha y un muchacho.
No dicen nada, no se besan,
cambian silencio por silencio.

Octavio Paz.

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A saber.

19 nov 2010

Desde hace algunas semanas se me ha metido el diablo de escribir un cuento que para su culminación me exige hacerme de mucha información. En el proceso encontré este hecho, que es curioso. Y es que todo texto tiene casi siempre un párrafo que es digno de contarse por sí mismo.

«Una de las primeras historias de carne y hueso que podemos recuperar del pasado mexicano ocurrió hacia el año 7000 a.C., poco antes de la extinción de la megafauna americana. Las bandas de cazadores-recolectores que vivían en el Valle de México tenían la costumbre de conducir a los mamutes hacia la orilla pantanosa del lago de Tetzcoco (Texcoco). Cuando estos gigantescos animales se atascaban en el lodo, los cazadores los asediaban y les causaban heridas con sus lanzas hasta hacerlos caer, muertos o exhaustos. Cierto día de hace nueve mil años, una mujer, de veinticinco años de edad y metro y medio de estatura, participó en una jornada de caza y tuvo la mala fortuna de golpearse y caer; murió y quedó sepultada en el lodo, con el rostro mirando hacia abajo. En los libros se conoce a esta mujer como "el hombre de Tepexpan".»*





*Aboites Aguilar, Luis et al., Nueva historia mínima de México. "El México antiguo", por Pablo Escalante Gonzalbo.

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Soliloquios; Neo-Eróstrato.


De alguna reunión familiar realizada allá en la Costa Grande del estado, es decir, de Guerrero, a la cual no hube de asistir por motivos no sé si graciosos o desafortunados, trajeron para memoria de esos días, entre otras cosas como frutas rarísimas llamadas tómbolas o cosas absurdas compradas a última hora, un libro; libro por cierto de un tío, al que no conozco y al que llamo tío por mera costumbre de nombrar así los parentescos que no están definidos. Familia al cabo.


Sobre mi inasistencia, hay dos excusas bien razonables y bien tristes; la primera, es que no soy dado a la sociabilidad y por ende carezco de una práctica en el habla que me lleva a reproducir en vez de palabras, sonidos grotescos que no dicen nada. Mejor me callo. No sería entre tanta algarabía más que un bulto silencioso y quizá alcoholizado. Reí hasta desfundarme cuando me hallé descrito en una comedia de Molière (y con el perdón de Molière, que detestaba andar citando autores, pero qué quiere que haga):

"¡Qué poco ingenio tiene esa mujer y qué seca conversación! Cuando me visita, me da martirio, pues hay que sudar para hallar qué decirle, y la aridez de su expresión mata siempre la plática. Vanamente, para atacar su estúpido silencio, se apela a todos los lugares comunes, porque el buen tiempo y la lluvia, el calor y el frío son temas que con ella se agotan pronto. Sus insoportables visitas son de espantosa longitud, y así se pregunte la hora y se bostece veinte veces, ella no se conmueve más que si fuera un trozo de leño."[1]

Hasta ahí la autocompasión, porque en exceso es insoportable. La segunda excusa, es que no quise.

Retomando la intención primaria, el libro al que aludo en el primer párrafo se llama «La noche de San Jerónimo», de la autoría de Gustavo Ávila Serrano, el cual es una crónica sencilla, quizá tanto como aquel ensayo ameno preconizado por Alfonso Reyes, sobre un hecho que apenas en 2005, enlutó al poblado de San Jerónimo, Gro., cabecera del municipio homónimo.

Narra sin alambicamientos, la empresa que acometió una noche el Junior, un joven solitario y verdaderamente misántropo, que no puede dejar de compararse a aquellos estudiantes que en otras latitudes, han tomado un arma y disparado contra sus compañeros de escuela; la diferencia es que, Junior, lo hizo contra sus vecinos, contra los pobladores, sin una razón aparente y que por supuesto no excusa la acción aunque aquélla haya existido; sumiendo a la población en una noche de terror y tensión que duró varias horas. El saldo final, luego de esta acción erostratista, fue de 11 personas muertas y 2 heridas.

Y es que tras un tajo del día que altera familias ¿cómo no evocar a Eróstrato, que cometió la vileza de incendiar el templo de Artemisa no más que para grabar su nombre en la historia?

El autor rememora este hecho como mero observador, y lo deja ahí para quien quiera tomarlo, y agrega, no podrá ser jamás olvidado: las familias dan constancia de ello.


Humberto Flores Ruíz, de 10 meses de edad.
María del Rocío Reyes Ibarra, madre.
Juan Anselmo Rosales Gaspar, padre.
Javier Michelle Rosales Reyes, hijo.
José Manuel Gómez del Río, padre.
Yolanda Baldeolívar Carranza, madre.
Silvia Argentina Gómez Baldeolívar, sobreviviente e hija.
Ricardo Jiménez Arellano, médico.
Omar García de la Cruz, de 17 años.
Roberto Vallejo, relojero.
Leonarda Navarrete Saligán, madre.
Alan Camacho Navarrete de 3 años e hijo.



[1] Molière, El Misántropo.

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Licantropía y literatura.

26 oct 2010


Fragmento romano.



>>Afortunadamente, había ido mi amo a Capua a vender algunos géneros, y aprovechando tan favorable coyuntura, decidí a un huesped que teníamos a que me acompañara unas cuantas leguas. [1] Era un soldado más valiente que Plutón. Emprendimos la marcha al primer canto del gallo, a la claridad de la luna, que relumbraba como un sol, y después de haber andado buena parte del camino, nos encontramos entre las tumbas.

Cata que el hombre se pone a conjurar los astros, y yo me senté y empecé a tararear, mirando al cielo. Al poco rato, dirigí la vista hacia mi compañero y le vi quitarse la ropa y dejarla al borde de un sepulcro. Quedéme inmóvil como un cadáver, y mi espanto subió de punto cuando le vi orinar alrededor de la ropa y convertirse en lobo. No creáis que es broma. No diría yo una mentira por cuanto hay en el mundo. ¿En dónde estaba yo de mi historia? ¡Ah! Ya me acuerdo. Convertido en lobo, empezó a dar aullidos y se metió corriendo en un bosque. Yo ni sabía dónde me hallaba: me acerqué a su ropa para llevármela, pero se había convertido en piedras. No sé cómo no me morí de miedo, pero haciendo de tripas corazón, saqué la espada, y fui dando tajos al aire todo el camino para espantar a los espíritus malignos, hasta que llegué a casa de Melina.

Pocó me faltó para fallecer cuando llegué: de todos los poros me brotaba el sudor frío, se me cerraban los ojos, y costó gran trabajo hacerme recobrar el conocimiento. Melisa se extrañó de verme llegar tan tarde, y me dijo que si hubiera ido antes les podía haber ayudado a acabar con un lobo que había entrado en el redil y había matado a una porción de corderos; pero aunque se escapó, mal le debía de haber ido, porque un criado le dio un lanzazo en el pescuezo. Figuraos lo que me pasaría al oír aquello. Como era ya día claro, eché a correr hacia casa, como mercader desvalijado por los salteadores. Cuando llegué al sitio donde había dejado la ropa convertida en piedra, no había allí más que sangre. Pero al entrar en casa, encontré al soldado en la cama: sangraba como un cerdo, y un médico estaba curándole la garganta. Conocí entonces que el tal tenía algo de brujo, y desde aquel día me hubiera dejado hacer trizas antes que comer con él un bocado de pan. Piensen lo que les parezca los que no me quieran creer, pero que los genios tutelares descarguen su ira sobre mí si miento.>>[2]




[1] A casa de Melina, de quien dice "murió su marido en el campo, y entonces me empecé a devanar los sesos para dar con el medio de ir a juntarme con ella."

[2] Cayo Petronio,* El Satiricón.

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La Venus Callipyga y más.

22 oct 2010

La Venus Callipyga.*

Hubo en la Grecia dos siracusanas,
Que tenían un trasero portentoso;
Y, por saber la cual de las hermanas
Lo tenía más gentil, duro y carnoso,
Desnudas se mostraron a un perito
Que, después de palpar con dulce apremio,
Ofreció a la mayor su mano, en premio.
Tomó su hermano el no menos bonito
De la menor; alegres se casaron,
y, tras más de una grata peripecia,
En honor de las dos un templo alzaron,
Con el nombre de: >>Venus, nalga recia.>>
No sé con qué intención hubiera sido,
Mas fuera aqueste el templo de la Grecia
Al que más devoción habría tenido.


Los dos amigos.*

Alcibiades y Axioco, compañeros
De cuerpo juvenil, bello y fornido,
Concertaron sus ansias y pusieron
Semillas de su amor en igual nido.
Sucedió que uno de ellos, diligente,
Trabajó tanto a la sin par doncella,
Que una niña nació, niña tan bella,
Que los dos se jactaban igualmente
De ser el padre de ella.
Cuando ya fue mujer y rozagante
Pudo seguir la escuela de su madre,
Al par los dos quisieron ser su amante,
Ninguno de ellos quiso ser su padre.
>>¡Ah! hermano, dijo el uno, a fe os digo
Que es de vuestras facciones un dechado.
-¡Error! el otro dijo; es vuestra, amigo;
¡Dejadme a mí cargar con el pecado!





*Jean de la Fontaine, Cuentos.

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Complementos a Guillermo Prieto.

9 oct 2010

La mayoría de las personas que entran a la sucinta entrada de ¡Los valientes no asesinan!, no encuentran lo que buscaban, así que para que no pierdan su tiempo dejo la propia narración de Guillermo Prieto sobre lo acontecido en Guadalajara, a manera de complemento a efecto de que le hallen una utilidad.

Como preámbulo, es menester acotar que "¡Los valientes no asesinan!" fue la frase mediante la cual Guillermo Prieto intervino en defensa de Benito Juárez, salvándole la vida, pues éste estaba próximo a ser fusilado por el ejército conservador, en el contexto de la Guerra de Reforma el 2 de marzo de 1858.



Así lo describió Guillermo Prieto:


El primero de marzo de 1858 habían derrotado por primera vez las tropas conservadoras a las liberales en Salamanca. La noticia llegó a Guadalajara, lugar donde se encontraba el presidente Juárez. Al conocerla, con esa sangre fría que lo caracterizaba me dijo: "Guillermo, ha perdido una pluma nuestro gallo".


Al día siguiente muy de mañana en el palacio de gobierno, el Sr. Juárez con su característico frac negro, atento y fino como siempre, presidía una reunión con sus más cercanos colaboradores. Se acordaron varias disposiciones para proveer la seguridad de la plaza, consultándose para ello al general Núñez, valiente jefe y de una fidelidad probada. Al terminarse la reunión, el presidente Juárez me ordenó publicar un manifiesto a la nación en donde se le explicara al pueblo que nada importaba el revés sufrido, y que el gobierno continuaría con más brío la lucha por la reforma. En eso apareció en el salón el gobernador del estado diciendo que los soldados del cuartel 5º. Se habían pronunciado y se disponían a marchar a palacio. El Sr. Juárez dio la orden a Núñez para que fuera a ver lo que ocurría, éste acató la disposición y se presentó ante el cuartel rebelde de Landa. Al intentar entrar, un oficial forcejeó con él y un soldado le disparó un tiro sobre el pecho que lo hizo bambolear pero que no le produjo nada porque la bala quedó engastada en el reloj de bolsillo que cargaba en su chaleco.

Estaba haciéndose el cambio de guardia en palacio, cuando oímos llegar un tropel de soldados y al ver hacia el patio contemplamos ensangrentado al soldado que custodiaba el salón en que se encontraban mis compañeros, al mismo tiempo que oímos gritos y mueras en medio de una confusión terrible. Esto sucedía cuando me encontraba fuera del salón en donde se encontraba el presidente, pero dentro del mismo palacio de gobierno. A uno de los rebeldes le dije que yo era Guillermo Prieto y que quería seguir la suerte del Sr. Juárez. Apenas pronuncié aquello cuando de inmediato fui golpeado y convertido en objeto de la ira de aquellas furias. Desgarrado y lastimado logré llegar ante la presencia de los señores Juárez y Ocampo quienes se conmovieron profundamente al verme pero me reconvinieron por no haberme escapado de aquella situación.

Se había anunciado que nos fusilarían dentro de una hora. Ocampo aprovechaba los minutos para escribir sus disposiciones; el Sr. Juárez se paseaba silencioso con inverosímil tranquilidad.

Mientras tanto, en las calles, el Sr. Santos Degollado y el general de Oaxaca Porfirio Díaz organizaban una columna para recobrar palacio y liberarnos.

El jefe del motín, al ver aquel movimiento, dio la orden para que fusilaran a los prisioneros. El Sr. Juárez avanzó a la puerta mientras los soldados entraban al salón arrollándolo todo; al frente venía un joven militar y sin más espera se escucharon las voces de mando: ¡al hombro! ¡presenten! ¡preparen! ¡apunten!...

El Sr. Juárez estaba en la puerta, a la voz de "apunten", se hizo hacia atrás su cabeza y esperó... Rápido tomé al Sr. Juárez de la ropa, lo puse a mi espalda y lo cubrí con mi cuerpo... abrí mis brazos... y ahogando la voz de "fuego", grité: ¡levanten esas armas!, ¡levanten esas armas!, ¡los valientes no asesinan!... ¿Quieren sangre? ¡bébanse la mía!... y alzaron los fusiles.

Los soldados lloraban diciéndonos que no nos matarían y se retiraron por encanto. Juárez se abrazó de mí... mis compañeros me rodearon llamándome su salvador y salvador de la reforma... mi corazón estalló en una tempestad de lágrimas.*





* Guillermo Prieto. Apud Carlos Monsiváis, A ustedes les consta: antología de la crónica en México.

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La envidia, anotaciones rápidas.

4 oct 2010



Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas? [1]

En esa fábula queda resumida la envidia, a la que Ingenieros llama la más ruin de las malas pasiones y la cual bajo muchas maneras se procura siempre mantener oculta. Y es que dice, con Plutarco y La Rochefoucauld, que cualquiera osa jactarse de su pobreza, de su fealdad, y de las perversiones más infames, pero ninguno ha llegado al extremo de aceptarse envidioso, y aún aquéllos que lo hacen, lo complementan con un atenuante, es decir, manifiéstanse como envidiosos buenos, pues de no, implicaría la aceptación de su inferioridad ante una superioridad tácita.

Posiblemente nazca de ahí la empatía que se manifiesta algunas veces por el más débil, por el que menos sabe, con la intención quizás, de que aminore en la perspectiva, la fortaleza de su adversario.

Porque el yugo más insoportable al vulgo -dice Manuel Azaña- no es la opresión de su libertad, sino el dominio de una inteligencia, y la pifia menos perdonable en quien pretende caer en gracia es la de atinar más que el común de la gente y humillarla sin querer, teniendo razón demasiadas veces. [2]





[1] José Ingenieros, El hombre mediocre.

[2] Manuel Azaña, Asclepigenia y la experiencia amatoria de don Juan Valera. Conferencia pronunciada en la sala Rex, de Madrid, el 27 de diciembre de 1928, antecediendo a la primera representación de Asclepigenia.

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Narices.

24 sept 2010

Venía yo enojado porque Guminda me acariciaba las orejas menos que antes, cuando me hallé andando detrás de dos tipos.

- Te digo que las narices no deben ser ultrajadas nunca - decía uno.
- Yo sostengo que sí, ¡eres un anticuado! - decía el otro.
- Las narices marcan la gloria, por ir delante de nosotros. Además recortarlas va contra la patria- sentenció el primero.
- ¿La patria? ¿Y tendrás la amabilidad de explicarme por qué? ¡El nacionalismo es un concepto importado!- gruñó el segundo.
- ¡Los cánones estéticos también son importados! ¡La rinoplastia es importada! Los antiguos mexicanos no... - y cuando éste se daba aires de pensador metaestético se carcajeó el otro mientras gritaba desaforadamente "¡te he ganado!, ¡te he ganado!", y agregaba:

- Los antiguos mexicanos eran expertos cirujanos. Rinoplásticos sobre todo. Cuando se les caían las narices en la guerra, les eran reemplazadas por otras, escojidas entre una gran variedad de tamaños, según sus facciones...

Entonces me fui adonde caminaba la muchacha que acababa de lanzarme unas miradas, y no supe más de discusión tan agradable.

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