A saber.

19 nov 2010

Desde hace algunas semanas se me ha metido el diablo de escribir un cuento que para su culminación me exige hacerme de mucha información. En el proceso encontré este hecho, que es curioso. Y es que todo texto tiene casi siempre un párrafo que es digno de contarse por sí mismo.

«Una de las primeras historias de carne y hueso que podemos recuperar del pasado mexicano ocurrió hacia el año 7000 a.C., poco antes de la extinción de la megafauna americana. Las bandas de cazadores-recolectores que vivían en el Valle de México tenían la costumbre de conducir a los mamutes hacia la orilla pantanosa del lago de Tetzcoco (Texcoco). Cuando estos gigantescos animales se atascaban en el lodo, los cazadores los asediaban y les causaban heridas con sus lanzas hasta hacerlos caer, muertos o exhaustos. Cierto día de hace nueve mil años, una mujer, de veinticinco años de edad y metro y medio de estatura, participó en una jornada de caza y tuvo la mala fortuna de golpearse y caer; murió y quedó sepultada en el lodo, con el rostro mirando hacia abajo. En los libros se conoce a esta mujer como "el hombre de Tepexpan".»*





*Aboites Aguilar, Luis et al., Nueva historia mínima de México. "El México antiguo", por Pablo Escalante Gonzalbo.

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Soliloquios; Neo-Eróstrato.


De alguna reunión familiar realizada allá en la Costa Grande del estado, es decir, de Guerrero, a la cual no hube de asistir por motivos no sé si graciosos o desafortunados, trajeron para memoria de esos días, entre otras cosas como frutas rarísimas llamadas tómbolas o cosas absurdas compradas a última hora, un libro; libro por cierto de un tío, al que no conozco y al que llamo tío por mera costumbre de nombrar así los parentescos que no están definidos. Familia al cabo.


Sobre mi inasistencia, hay dos excusas bien razonables y bien tristes; la primera, es que no soy dado a la sociabilidad y por ende carezco de una práctica en el habla que me lleva a reproducir en vez de palabras, sonidos grotescos que no dicen nada. Mejor me callo. No sería entre tanta algarabía más que un bulto silencioso y quizá alcoholizado. Reí hasta desfundarme cuando me hallé descrito en una comedia de Molière (y con el perdón de Molière, que detestaba andar citando autores, pero qué quiere que haga):

"¡Qué poco ingenio tiene esa mujer y qué seca conversación! Cuando me visita, me da martirio, pues hay que sudar para hallar qué decirle, y la aridez de su expresión mata siempre la plática. Vanamente, para atacar su estúpido silencio, se apela a todos los lugares comunes, porque el buen tiempo y la lluvia, el calor y el frío son temas que con ella se agotan pronto. Sus insoportables visitas son de espantosa longitud, y así se pregunte la hora y se bostece veinte veces, ella no se conmueve más que si fuera un trozo de leño."[1]

Hasta ahí la autocompasión, porque en exceso es insoportable. La segunda excusa, es que no quise.

Retomando la intención primaria, el libro al que aludo en el primer párrafo se llama «La noche de San Jerónimo», de la autoría de Gustavo Ávila Serrano, el cual es una crónica sencilla, quizá tanto como aquel ensayo ameno preconizado por Alfonso Reyes, sobre un hecho que apenas en 2005, enlutó al poblado de San Jerónimo, Gro., cabecera del municipio homónimo.

Narra sin alambicamientos, la empresa que acometió una noche el Junior, un joven solitario y verdaderamente misántropo, que no puede dejar de compararse a aquellos estudiantes que en otras latitudes, han tomado un arma y disparado contra sus compañeros de escuela; la diferencia es que, Junior, lo hizo contra sus vecinos, contra los pobladores, sin una razón aparente y que por supuesto no excusa la acción aunque aquélla haya existido; sumiendo a la población en una noche de terror y tensión que duró varias horas. El saldo final, luego de esta acción erostratista, fue de 11 personas muertas y 2 heridas.

Y es que tras un tajo del día que altera familias ¿cómo no evocar a Eróstrato, que cometió la vileza de incendiar el templo de Artemisa no más que para grabar su nombre en la historia?

El autor rememora este hecho como mero observador, y lo deja ahí para quien quiera tomarlo, y agrega, no podrá ser jamás olvidado: las familias dan constancia de ello.


Humberto Flores Ruíz, de 10 meses de edad.
María del Rocío Reyes Ibarra, madre.
Juan Anselmo Rosales Gaspar, padre.
Javier Michelle Rosales Reyes, hijo.
José Manuel Gómez del Río, padre.
Yolanda Baldeolívar Carranza, madre.
Silvia Argentina Gómez Baldeolívar, sobreviviente e hija.
Ricardo Jiménez Arellano, médico.
Omar García de la Cruz, de 17 años.
Roberto Vallejo, relojero.
Leonarda Navarrete Saligán, madre.
Alan Camacho Navarrete de 3 años e hijo.



[1] Molière, El Misántropo.

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