De cómo se lamentaba el Diablo.

30 mar 2010

Era Teloloapan un poblado pequeño, dividido apenas en unos cuantos barrios y colonias; la hoy denominada colonia Benito Juárez era entonces una colonia in fieri, de dispersas y solitarias casas, apostándose en su orilla -que en consecuencia también era orilla de la ciudad-, la de mi familia.

Eramos -y como era común- una familia de campesinos, de formas recias y adustos gestos, pero al fin -el resto de la familia al menos- bondadosos, con la bondad y altruismo inherentes al que ya sufridas las mil vicisitudes sabe entender las de sus pares.



Yo, que no era ningún Benjamín sino el mayor de los hermanos, me ocupaba junto con mi padre en las más laboriosas y en esfuerzo pedigüeñas actividades. Así, partía a tempranas horas -cuando ni cielo ni tierra podían señalarse en el horizonte-, dirigiéndome donde las tierras, ora en bestia ora a pie.

Cosa común era encontrarme, y más en tanto menos lejos, iguales que a igual rutina partían. Luego, sin embargo, me volvía a encontrar solitario, hendiendo el ruidoso silencio del monte con el choque de mis aperos.

El Chicuicuitl -o Chicuicuilt- era un cerro obligado a mi paso y que veía entonces los albores de esa urdimbre de historias alrededor de sí. Por supuesto tales historias eran apenas de dominios familiares y cuando más, vecinales, donde figuraba -monopolizando- como protagonista un embravecido venado en celo que desde la cima veloz bajaba y feroz -previo a la aurora-, a enfrentar a los andantes, que exaltados atribuían al hecho no menos que la patentización del inframundo.

Yo, que tenía por pasatiempo trepar hasta la cima y adentrarme en las cuevas que en la misma había, sabía la falsedad de las historias y asimismo divertíame con ello. Pero cuando el Chicuicuitl empezaba a adquirir notoriedad y los relatos de los hechos en él sucedidos comenzaban a fijarse entre las gentes, desapareció el venado que lo estimulaba todo. Viendo que eso significaba el olvido inminente y característico de lo no consolidado, traté de hallar la forma de alimentar el naciente mito, ideando un plan que ponía en marcha al siguiente día.

Elegí a Domingo U., joven ufano que jactábase de valor y bravura e inclinado al fasto, haciéndolo acompañarme hasta la punta del cerro con fin de dilucidar el misterio que de la misma emanaba, narrando en pos de encender su ánimo, los lamentos que provenientes de ella, recientemente azoraban a los caminantes. No negándose, emprendió conmigo el trayecto, sin sospecha de su infeliz destino. Oh proceder horroroso, ¡Lanzarlo del escabroso pico cual roca tarpeya nada era comparado con lo ahí cometido!

Luego de seguirme por los sinuosos despeñadores que adquieren aspecto más intimadante en el lado oculto al camino, le mostré uno de mis hallazgos: una cueva que oculta por las rocas salientes no podía ser vista sino desde el punto donde nos hallábamos. La disposición natural de la cueva junto con las formas de las salientes, le hacían un lugar excelente para crear ecos. Nos apresuramos a llegar a ella; dejé que satisficiera su curiosidad. Le observé; y cuando pretendía ser tragado por la oscuridad adentrándose en los pasillos de esa boca, le dije:
- No es ahí donde está lo que nos interesa.
- ¿Qué dices?
- He encontrado el lugar de donde quizá provengan todos los misterios -dije-, y no es allí dentro, sino aquí mismo.
Me miró con sorna.
Bajo esa piedra -agregué al instante. Ayúdame a levantarla y lo comprobarás tú mismo.

Era una piedra vulgar tendida al pie del muro con una parte totalmente cubierta por el bosque que allí crecía. Nada peculiar tenía y se mimetizaba con el resto. La movimos con gran esfuerzo y una hórrida concavidad quedó al descubierto; el bosque de junto no había permitido ver el hueco que la piedra no alcanzaba a ocultar. Le pregunté si podíamos bajar, pero la respuesta fue una mirada de horror, a lo cual hice un gesto de decepción que logró avivar su orgullo. Manifestó entonces que lo examinaría más de cerca para determinar tal posibilidad.

Se hincó al borde del foso y cuando se disponía a decirme algo lo lancé a las tinieblas. La dicha concavidad no era profunda y sin embargo era imposible escapar de ella.

Domingo me dirijió -y como era de esperarse- un hato de improperios, empero al despedirme de él, estos se trocaron en lastimeros gritos. Más todo estaba hecho, sus bramidos eran deformados por los ecos y no pasaban por humanos. Corrí a propagar la noticia, que era que el Diablo mismo, se lamentaba en aquel cerro; y en efecto, el público los tomó por tales.

No contento con eso y para atormentar al desgraciado, me dispuse durante un tiempo a alimentarlo, pues ello me garantizaba no sólo la prolongación de su vida, sino también la de sus lamentos y con ello las probabilidades de que estos fueran escuchados.

Después de un tiempo no se le escuchó plañir más, pero no importaba: la leyenda había nacido.*




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Introito.

21 mar 2010

Visto con ligereza sea quizá absurdo escribir y no ser leído, pero ¿acaso todo escrito debe confluir y encontrar fin en ser leído? ¿No es más lo que de cada autor -como autor- ignoramos -y que encontró su sino en la basura o apuntes luego perdidos- que lo que del mismo conocemos?

Por supuesto que la escritura no se restringe a ser objeto de exposición ni es siempre la divulgación su desiderátum. Puede encontrar su fin también en la khatarsis y es éste el caso. Entendiéndolo así, no debe entonces resultar raro encontrar de cuando en cuando un blog solitario.

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