Narices.

24 sept 2010

Venía yo enojado porque Guminda me acariciaba las orejas menos que antes, cuando me hallé andando detrás de dos tipos.

- Te digo que las narices no deben ser ultrajadas nunca - decía uno.
- Yo sostengo que sí, ¡eres un anticuado! - decía el otro.
- Las narices marcan la gloria, por ir delante de nosotros. Además recortarlas va contra la patria- sentenció el primero.
- ¿La patria? ¿Y tendrás la amabilidad de explicarme por qué? ¡El nacionalismo es un concepto importado!- gruñó el segundo.
- ¡Los cánones estéticos también son importados! ¡La rinoplastia es importada! Los antiguos mexicanos no... - y cuando éste se daba aires de pensador metaestético se carcajeó el otro mientras gritaba desaforadamente "¡te he ganado!, ¡te he ganado!", y agregaba:

- Los antiguos mexicanos eran expertos cirujanos. Rinoplásticos sobre todo. Cuando se les caían las narices en la guerra, les eran reemplazadas por otras, escojidas entre una gran variedad de tamaños, según sus facciones...

Entonces me fui adonde caminaba la muchacha que acababa de lanzarme unas miradas, y no supe más de discusión tan agradable.

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Historia de un hombre raro.

22 sept 2010

Mariano Silva y Aceves es uno de los escritores post revolucionarios -digámoslo así para dar una ubicación temporal- que ha caído en injusto olvido. La divulgación de su obra ha sido escasa por lo que la disposición de la misma en Internet, que a fuerza de la cooperación debería ofrecer algo formidable, es exigua, casi nula.

Con fin entonces de publicar extractos de su obra inéditos para el medio, quise hacer una selección de sus trabajos, los cuales no siguen aquí ningún orden ni escala de mérito alguno.

Historia de un hombre raro, es un cuento en el que asoma sutilmente el carácter irónico de Silva, que narra la vida de un hombre huraño y solitario, misma que transcurre entre el polvo de una mansión casi derruida, libros viejos y una dieta de huevos de gallina, el cual desmitifica la soledad y satiriza lo bohemio, pues cabe decir, Silva rehuía a la pose y la solemnidad innecesaria.


Historia de un hombre raro.*

A Enrique Velasco.

Domingo, el héroe de esta pequeña historia, parecía destinado a representar el pasado dentro del presente, y su existencia entre los hombres hacía el mismo efecto que un ejemplar viviente de faunas desaparecidas, en medio de las especies que lograron una adaptación oportuna con la vida.

Domingo era un abogado de las más raras costumbres, y de los más extraños pensamientos.

Su infancia había corrido bajo férulas inhumanas, como eran las manos sarmentosas de sus dos histéricas tías. Sabía que su padre había figurado en tiempo del Imperio, y que su madre había sido una excelente señora; pero él no los conoció, y su mala fortuna le dio, como fondo lúgubre de los primeros años de su vida, una casona semiderruida, bodegón de antiguallas, en donde todo era viejo, desde el picaporte del zaguán hasta los últimos trastos de la negra y fría cocina.

Esta casona, que por dondequiera enseñaba la polilla, era la habitación de sus dos tías, hermanas solteronas de su padre y con las cuales le había tocado vivir.

La dura disciplina que estas señoras ejercieron sobre la infancia y juventud de Domingo, de miedo que el mundo lo corrompiera y se perdiera para Dios, hizo que el pobre muchacho absorbiera aquel ambiente pretérito y que creciera como una lagartija entre ruinas: arisco, maniático, misántropo...

Sus primeras letras las hizo sobre las faldas de sus tías y ofreciendo constantemente su cabeza, como en sacrificio, a los pescozones y tirones de cabellos con que aquellas manos estimulaban siempre su tardía inteligencia. Después vino a enseñarle latín un viejo cura, amigo de sus tías, que siempre estaba muy sucio y olía muy mal.

La mirada ingenua y resignada de Domingo, en aquellos años de infancia, vio en la llegada del sacerdote la de un verdugo más que se acercaba a él para atormentar su vida; pero pronto se convenció de que había en el mundo personas mucho mejores que sus execrables tías.

Lo que más le llamó la atención en su nuevo maestro fue la manera plácida, elegante y docta con que fumaba los cigarrillos. Apenas abierto el Nebrija sobre la mesa redonda, en que algunas molduras supervivientes conservaban los restos de un antiguo esplendor y que se cubría con un viejo tápalo rameado, bien carcomido por cierto en algunas partes, el buen sacerdote, echándose para atrás en la rechinante y desvencijada silla que le servía de asiento, sacaba de debajo de su verdosa sotana una bolsita de seda azul cerrada por un cordelito de oro. Allí se guardaban tabaco picado y unas hojitas de papel catalán, además de unas tenacillas que parecían de plata; y a medida que el discípulo tartamudeaba declinaciones y reglas, el maestro torcía sus cigarrillos, los sostenía con las finas tenacillas y se ponía a fumar regaladamente, divagando su pensamiento por encima de la hirsuta y desaseada cabeza de Domingo...

Éste, al cabo de los años, llegó a venerar a su maestro, y aprendió el latín suficiente para que sus tías pensaran enviarlo al seminario.

La llegada de Domingo al seminario causó estupor en algunos estudiantes por el carácter huraño que él demostraba, y por su tenaz resistencia a la sociabilidad. Desde entonces ya se pudo notar en él lo que sería cuando grande. Es decir, se delineó como un hombre solitario, despreocupado por el buen parecer ante las gentes, muy dado al estudio, un fumador empedernido y amigo de vivir entre vejestorios y chácharas; que no otra cosa era lo que formaba la herencia de sus memorables tías.

En los años de seminario, los estudiantes sus compañeros le pusieron motes que siempre aludían a sus manías y rarezas, pero él nunca pensó en modificarlas, y, ya identificado con ellas, llegó a los estudios de derecho y se hizo abogado.

Entre sus colegas se distinguió como erudito y sapiente. Cualquier caso trivial que en los principios de su ejercicio le ofrecían sus vecinos o algún viejo achacoso amigo de su familia, siempre lo arrancaba de los más antiguos textos latinos y seguía su tradición por todo el Derecho Romano, y luego por las viejas leyes españolas, de tal suerte que, cuando llegaba al derecho actual, casi siempre sucedía que el caso se había resuelto por sí solo o con ayuda del celoso contrario. Esto hizo que la naciente clientela lo abandonara; lo que para él no tuvo, al parecer, importancia alguna.

Instalado en la vieja casona, destartalada y ruinosa más que en tiempo de sus tías, vivía Domingo la vida de un eremita, alimentándose con huevos de gallina, leyendo constantemente sus libros viejos y fumando sin cesar, cigarro tras cigarro, con ansia incontenible. Por toda compañía en aquel caserón tenía una gata morisca que vivía todo el año de los ratones que cazaba.

De cuando en cuando salía Domingo a la calle, más para proveerse de huevos y cigarros, que por deseo de ver a los hombres o saber de la historia contemporánea. En una de estas salidas lo encontró un antiguo colega del seminario, ahora hombre afortunado en la política y los negocios, que lo invitó a formar parte de su bufete como "consultor", o sea, para que surtiera de oportunos y sonoros latines los alegatos que se ofrecieran. Nuestro Domingo asintió como a la cosa más natural, y a los pocos días se le vio llegar a la oficina, con su astroso levitón y su grasiento sorbete, con un libro bajo el brazo y un paquete en la mano que contenía media docena de cucharillas de plata -el tesoro de sus mayores- que iba a guardar, para mayor seguridad, en la caja fuerte de su amigo.

En esto sobrevino un año de peste y Domingo hacía dos días que no se presentaba en la oficina. Después de pensarlo, su amigo el abogado se resolvió a visitarlo en su casa, y un buen día llegó, conducido por los vecinos, hasta la habitación de Domingo. Al abrir la puerta pareció que el cuarto respiraba, próximo a asfixiarse; pues tal cantidad de humo había dentro que casi no se veía. Sobre un lecho desmantelado yacía el original jurisconsulto, teniendo a su derecha un montón de cascarones de huevo y a su izquierda otro montón de colillas de cigarro. Él, en medio de estos túmulos, que eran como las dos cumbres de su vida, y a través de aquella atmósfera azulada, como de paisaje submarino, sonreía beatíficamente a su amigo, cuando lo vio llegar, al tiempo que señalaba la página de su lectura, en el viejo infolio que apoyaba sobre el pecho, con la última colilla de cigarro que, todavía encendida, desprendió de sus labios y aprisionó en el libro...

¡Domingo nunca había estado enfermo; la salud de Domingo era de roble!





*Mariano Silva y Aceves, Muñecos de cuerda.

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Una carta suicida.

13 sept 2010


No reconozco entre mis intereses, ninguno tan desmesurado como el del suicidio. Pero no el suicidio concebido lóbrego, ni como romántico ni como trágico, sino el suicidio visto más ampliamente, policromo, chocante, despojado si se quiere de la celebridad que le han otorgado sus más insignes practicantes.

Lejos por ello de esa fácil inclinación de genializarlo o esa otra de vituperarlo, pues no hace el suicidio ni genios ni hace idiotas. Me interesa, mejor, como fenómeno en sí, con sus más aisladas expresiones, de suyo excepcional e interesante.

Por una arista, decía Camus que no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.
[1]

Es que el suicidio es, de por sí, un argumento palpable contra el argüir que predica un valor categórico de la vida, luego entonces:

¿Vale la pena la vida de ser vivida? ¿Por qué?

Las respuestas chocan, irreconciliables. Se debe reducir entonces a un juicio individual, más que nada por integridad, a no desear un zapatazo en la cabeza.

Pero no termina mi interés ahí, es decir, le restan innúmeras aristas, tantas que no dejan de asomarse nunca. Un ensayo de Aníbal Ponce por ahora, es la muestra.

A Ponce lo rescaté del polvo en la biblioteca de mi casa, con "un ensayo de gran interés científico y hasta literario", según la propia introducción.

En su obra Ambición y angustia de los adolescentes, que cabe acotar está lejos de encuadrarse en el boom actual de la literatura dirigida a adolescentes que el título parece anunciar, se halla una carta que al ser descubierta determinó el suicidio de una jovencita.

Si bien ésta se encuentra en el capítulo de "Los afectos equívocos", el más anticuado para la actualidad pues concibe toda divergencia de la heterosexualidad en la adolescencia como equívoca, no deja de ser el mismo digno de lectura, así como el ensayo en su totalidad.

Transcribo al propio Ponce, que dice:

>> A través de estos versos -hay que llamarlos de algún modo- las "llamas"
[2] no han subido muy arriba o nos parece por lo menos así porque las hemos desprendido de los incidentes de una "amistad" que tiene quizá en cada frase su alusión transparente. Escuchen[3] ahora esta carta, extraída de una correspondencia que llegó íntegramente hasta mis manos y que tiene un enorme interés porque al ser descubierta determinó el suicidio de una jovencita.


"¡Vida mía! ¡Si supieras qué noche he pasado! No sé, Angélica, los celos me matan. Dímelo con franqueza, tú no me quieres como antes, ni siquiera menos. Lo sé, mi vida, por la manera como hablas de Raúl. ¿Lo amas? ¿Más que a mí? No me lo niegues. Mi corazón me lo dijo. Si al menos pudiera olvidarte, desechar tu imagen de mi mente, sería otra cosa. Dímelo sinceramente, Angeliquita. No te reprocharé nada, te repito que no quiero interponerme en tu felicidad. Lo único que te aseguro es que siempre encontrarás en mí una amiga en quien confiar tus penas. ¿Por qué no me sacas de dudas? ¿No comprendes que la vida se me hace cada vez más imposible? Tú no eres la de antes, cariñosa, consecuente... ¡Has cambiado tanto! Te has negado a ser mía, ¿por qué? ¿Tienes miedo? ¿O no me amas? Si quieres, Angélica, que siga confiando en tu amor hacia mí, dame una prueba de él. ¡Pero es imposible, mi vida! Quisiera odiarte y no puedo. Quisiera olvidarte y no puedo. Tú significas mucho para mí. Has venido a representar un papel muy importante en mi vida. Y ahora es tarde para que lo abandones. Quiero, Angélica, que me escribas una carta como la de aquella vez, ¿te acuerdas? Cuando la leía estaba no en el séptimo, sino el noveno o en el décimo cielo. ¡Quisiera que viviéramos consagradas una a la otra! ¡Que fueras mía! ¡Cómo te querría! Sería para ti más que una esclava. Podrías hacer de mí todo lo que quisieras. Pero... olvidemos esas quimeras imposibles. Bien sabes que entre las dos ha nacido una barrera infranqueable para mí: Raúl. Si supieras cómo me hirió la frescura con que me dijiste que Raúl te había besado y abrazado... Por lo que más quieras no te vuelvas a sentar en sus rodillas.

En las tinieblas de mi vida
surgiste cual luz divina
que alegró con gran vehemencia
mi amargado corazón.
Para desaparecer después
entre brumas del olvido
dejando mi pobre ama
más triste que antes, aún.

¿Qué te parece? Este verso lo hice yo para ti. ¿No está igual que la realidad?

Si algún día
hiriera Cupido tu corazón,
de nuevo hacía mí,
regresa confiada,
que encontrarás siempre fiel
el mismo y ardiente amor
del pasado y del presente.

Éste no está mal, ¿no es cierto? Perdóname si soy muy presuntuosa. Pero qué quieres que haga. Te amo demasiado. Tuya, LAURA." >>






[1] Albert Camus, El mito de Sísifo.

[2] Ponce traduce en la palabra "llamas", los términos italiano fiamma y francés flammes, referentes en la amistad juvenil en adolescentes del mismo sexo, a una tendencia ajena en absoluto a la simpatía, "cuya tendencia sexual, se entremezcla tan vivamente a esas manifestaciones del sentimiento tierno que engendra de por sí un fenómeno nuevo, normal en la evolución de los adolescentes, que los psicoanalistas no vacilan en clasificar de homosexual, y para el cual muchos idiomas tienen palabras especiales." Aníbal Ponce, Ambición y angustia de los adolescentes.

[3] La obra es una reproducción casi literal de alguno de los cursos que dictó Ponce, en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires.


*Dato aparte, Camus y Aníbal Norberto Ponce, encontraron una muerte muy similar.

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Metáfora de lo cristiano.

2 sept 2010


Hay en Teloloapan un viejo castillo recuerdo de viejas glorias y viejas injusticias, todo en él es viejo, pero finalmente valioso, como reliquia en sí.

Fue construido por un cacique local al que suele darse la descripción de bondadoso antes que la de explotador, dador de tierras, pues acaparaba muchas. En fin, que quitaba pero luego daba, que pegaba pero sobaba y al cual por su
mesiánico altruismo, se le tiene hoy todavía en gran estima, sobre todo entre las personas llamadas cultas.

Así le describía a Patricio la historia de la construcción al pasar frente a ella, cuando de pronto rompió a carcajadas.

Observando mi desconcierto, me compartió la razón.

- ¿Pegaba pero sobaba? -preguntó.
- Sí -respondí-, y el consuelo luego del golpe sabía mejor por estar la carne abollada.
- ¡Curioso! -dijo- El sufrimiento da la sensación de mayor valor a las cosas... Pero es una manipulación malsana. Es realmente aterrador ponderar al sufrimiento como fórmula de la felicidad, como purificación a la manera del mártir... ¡todos quieren ser mártires!, como si el sufrimiento otorgase por sí mismo una elevación excepcional.

Hizo luego un gesto de desagrado y volviendo a reír, trajo a recuerdo el William Morifeld de Wilde, "aquel filántropo que ganaba 400 libras esterlinas anuales explotando a sus obreros y quería restituirles 500 en forma de subvenciones a los hospitales, y asilos de ancianos."
*



*Óscar Wilde, El viejo ovispo.

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