Historia de un hombre raro.

22 sept 2010

Mariano Silva y Aceves es uno de los escritores post revolucionarios -digámoslo así para dar una ubicación temporal- que ha caído en injusto olvido. La divulgación de su obra ha sido escasa por lo que la disposición de la misma en Internet, que a fuerza de la cooperación debería ofrecer algo formidable, es exigua, casi nula.

Con fin entonces de publicar extractos de su obra inéditos para el medio, quise hacer una selección de sus trabajos, los cuales no siguen aquí ningún orden ni escala de mérito alguno.

Historia de un hombre raro, es un cuento en el que asoma sutilmente el carácter irónico de Silva, que narra la vida de un hombre huraño y solitario, misma que transcurre entre el polvo de una mansión casi derruida, libros viejos y una dieta de huevos de gallina, el cual desmitifica la soledad y satiriza lo bohemio, pues cabe decir, Silva rehuía a la pose y la solemnidad innecesaria.


Historia de un hombre raro.*

A Enrique Velasco.

Domingo, el héroe de esta pequeña historia, parecía destinado a representar el pasado dentro del presente, y su existencia entre los hombres hacía el mismo efecto que un ejemplar viviente de faunas desaparecidas, en medio de las especies que lograron una adaptación oportuna con la vida.

Domingo era un abogado de las más raras costumbres, y de los más extraños pensamientos.

Su infancia había corrido bajo férulas inhumanas, como eran las manos sarmentosas de sus dos histéricas tías. Sabía que su padre había figurado en tiempo del Imperio, y que su madre había sido una excelente señora; pero él no los conoció, y su mala fortuna le dio, como fondo lúgubre de los primeros años de su vida, una casona semiderruida, bodegón de antiguallas, en donde todo era viejo, desde el picaporte del zaguán hasta los últimos trastos de la negra y fría cocina.

Esta casona, que por dondequiera enseñaba la polilla, era la habitación de sus dos tías, hermanas solteronas de su padre y con las cuales le había tocado vivir.

La dura disciplina que estas señoras ejercieron sobre la infancia y juventud de Domingo, de miedo que el mundo lo corrompiera y se perdiera para Dios, hizo que el pobre muchacho absorbiera aquel ambiente pretérito y que creciera como una lagartija entre ruinas: arisco, maniático, misántropo...

Sus primeras letras las hizo sobre las faldas de sus tías y ofreciendo constantemente su cabeza, como en sacrificio, a los pescozones y tirones de cabellos con que aquellas manos estimulaban siempre su tardía inteligencia. Después vino a enseñarle latín un viejo cura, amigo de sus tías, que siempre estaba muy sucio y olía muy mal.

La mirada ingenua y resignada de Domingo, en aquellos años de infancia, vio en la llegada del sacerdote la de un verdugo más que se acercaba a él para atormentar su vida; pero pronto se convenció de que había en el mundo personas mucho mejores que sus execrables tías.

Lo que más le llamó la atención en su nuevo maestro fue la manera plácida, elegante y docta con que fumaba los cigarrillos. Apenas abierto el Nebrija sobre la mesa redonda, en que algunas molduras supervivientes conservaban los restos de un antiguo esplendor y que se cubría con un viejo tápalo rameado, bien carcomido por cierto en algunas partes, el buen sacerdote, echándose para atrás en la rechinante y desvencijada silla que le servía de asiento, sacaba de debajo de su verdosa sotana una bolsita de seda azul cerrada por un cordelito de oro. Allí se guardaban tabaco picado y unas hojitas de papel catalán, además de unas tenacillas que parecían de plata; y a medida que el discípulo tartamudeaba declinaciones y reglas, el maestro torcía sus cigarrillos, los sostenía con las finas tenacillas y se ponía a fumar regaladamente, divagando su pensamiento por encima de la hirsuta y desaseada cabeza de Domingo...

Éste, al cabo de los años, llegó a venerar a su maestro, y aprendió el latín suficiente para que sus tías pensaran enviarlo al seminario.

La llegada de Domingo al seminario causó estupor en algunos estudiantes por el carácter huraño que él demostraba, y por su tenaz resistencia a la sociabilidad. Desde entonces ya se pudo notar en él lo que sería cuando grande. Es decir, se delineó como un hombre solitario, despreocupado por el buen parecer ante las gentes, muy dado al estudio, un fumador empedernido y amigo de vivir entre vejestorios y chácharas; que no otra cosa era lo que formaba la herencia de sus memorables tías.

En los años de seminario, los estudiantes sus compañeros le pusieron motes que siempre aludían a sus manías y rarezas, pero él nunca pensó en modificarlas, y, ya identificado con ellas, llegó a los estudios de derecho y se hizo abogado.

Entre sus colegas se distinguió como erudito y sapiente. Cualquier caso trivial que en los principios de su ejercicio le ofrecían sus vecinos o algún viejo achacoso amigo de su familia, siempre lo arrancaba de los más antiguos textos latinos y seguía su tradición por todo el Derecho Romano, y luego por las viejas leyes españolas, de tal suerte que, cuando llegaba al derecho actual, casi siempre sucedía que el caso se había resuelto por sí solo o con ayuda del celoso contrario. Esto hizo que la naciente clientela lo abandonara; lo que para él no tuvo, al parecer, importancia alguna.

Instalado en la vieja casona, destartalada y ruinosa más que en tiempo de sus tías, vivía Domingo la vida de un eremita, alimentándose con huevos de gallina, leyendo constantemente sus libros viejos y fumando sin cesar, cigarro tras cigarro, con ansia incontenible. Por toda compañía en aquel caserón tenía una gata morisca que vivía todo el año de los ratones que cazaba.

De cuando en cuando salía Domingo a la calle, más para proveerse de huevos y cigarros, que por deseo de ver a los hombres o saber de la historia contemporánea. En una de estas salidas lo encontró un antiguo colega del seminario, ahora hombre afortunado en la política y los negocios, que lo invitó a formar parte de su bufete como "consultor", o sea, para que surtiera de oportunos y sonoros latines los alegatos que se ofrecieran. Nuestro Domingo asintió como a la cosa más natural, y a los pocos días se le vio llegar a la oficina, con su astroso levitón y su grasiento sorbete, con un libro bajo el brazo y un paquete en la mano que contenía media docena de cucharillas de plata -el tesoro de sus mayores- que iba a guardar, para mayor seguridad, en la caja fuerte de su amigo.

En esto sobrevino un año de peste y Domingo hacía dos días que no se presentaba en la oficina. Después de pensarlo, su amigo el abogado se resolvió a visitarlo en su casa, y un buen día llegó, conducido por los vecinos, hasta la habitación de Domingo. Al abrir la puerta pareció que el cuarto respiraba, próximo a asfixiarse; pues tal cantidad de humo había dentro que casi no se veía. Sobre un lecho desmantelado yacía el original jurisconsulto, teniendo a su derecha un montón de cascarones de huevo y a su izquierda otro montón de colillas de cigarro. Él, en medio de estos túmulos, que eran como las dos cumbres de su vida, y a través de aquella atmósfera azulada, como de paisaje submarino, sonreía beatíficamente a su amigo, cuando lo vio llegar, al tiempo que señalaba la página de su lectura, en el viejo infolio que apoyaba sobre el pecho, con la última colilla de cigarro que, todavía encendida, desprendió de sus labios y aprisionó en el libro...

¡Domingo nunca había estado enfermo; la salud de Domingo era de roble!





*Mariano Silva y Aceves, Muñecos de cuerda.

1 comentarios:

Don Beto 3 de octubre de 2010, 0:04  

Su vida me recuerda a un Poe mexicano.

Seguidores

.

.

.

  © Blogger template Writer's Blog by Ourblogtemplates.com 2008

Back to TOP